Nací en el Amancay. Los nombres de los barrios en general hacen referencia a próceres o a fechas heroicas, después de ahí me mudé a uno que se llama Brigadier Estanislao López (a pesar de que sus calles llevan nombres preciosos de flores). Amancay era una joven a la que un cóndor le arrancó el corazón regando con gotas de su sangre los valles del Co-carí.
Mi barrio estaba en los confines de la ciudad, por eso la música más recurrente era el silbido de los camiones alejándose. Las rutas 34 y 70 nos separan de “Los Nogales” y el glorioso “17 de octubre”.
En el Amacay siempre era verano. Las calles de tierra se levantaban por el viento norte, salvo cuando pasaba el camión del riego y el ecosistema se transformaba fugazmente.
Una lambertiana dividía nuestra casa con la quinta de Cabalié que tenía una construcción alpina, de madera, bastante chica, con un encanto a lo bambi; también componían la propiedad una pileta de líneas curvas y ladrillo visto en el borde. Era una casa muerta que resucitaba en verano. Del otro lado había un criadero de perros doberman, tan elegantes y masculinos. Y en frente vivía Casimiro, el jardinero, que recortaba nuestros arbustos y los dotaba de formas escultóricas.
En una ocasión íbamos en moto, manejaba mi mamá, Mariel adelante y yo atrás y de repente se voló mi frazada en la ruta. Llegamos a casa, le arranqué la del mismo color pero de mayor longitud de la cama de mi hermana, el olor era distinto. Nosotras habíamos creado un vínculo de mugre. Es una pena porque creo que nada se pierde en la ruta. La ruta es como el universo, inconmensurable, y está ocupada por la chatarra que dejan los restos de satélites que quedan en suspenso.
En cierta época del año es común ver a los niños aprendices de taekwondo caminar descalsos sobre las piedras de grava colorada que decoran el paisaje. Dicen que esa iniciación les templa el carácter y forja su temperamento.
Platón en la República sostiene que los dioses pusieron oro y plata en el alma de los hombres capacitados para mandar, bronce y hierro en la de los labradores y demás artesanos. En cambio, los hombres y mujeres que nacemos en Rafaela tenemos la piel de empedrado y el corazón de leche y de trigo.